Uno de tantos valientes que trabajan en las morgues alrededor del mundo se encontraba, como muchos de ellos, disfrutando de un sándwich de pollo mientras descansaba después de una larga jornada de trabajo. La compañía de los cadáveres durante sus comidas era para él, después de un par de años, la constante que menos alteraba su modus operandi. El pan estaba un poco tieso y le faltaba mostaza, pero lo engulló sin hacer demasiada alharaca. Después del último bocado salió a servirse una taza de café, soluble, sin alma.
Regresó al cuarto, frío, a media luz, impregnado de un olor a formol con un aire de vísceras frescas. Sobre la plancha yacía el cuerpo desnudo y blanquecino de una mujer de unos 40 años. Su frente estaba destrozada por el paso de un camión que, en su afán por llegar al destino que tuviera, la proyectó dos o tres metros delante de su parrilla. La miró con indescriptible ternura, tomó el bisturí y trazó la Y. Un hilillo rojo recorrió el camino del filo, la piel cedió y abrió paso al intruso.
Trabajó unas horas, tomando notas, pesando las entrañas de aquella víctima que pudo haber sido madre, esposa, hermana, amante. Mientras extraía muestras pensaba en cómo habría sido su vida. Así era siempre, los tiempos de soledad sólo podían pasarse a gusto si creando historias. A esas alturas de su vida tendría suficientes relatos como para publicar un libro. Por su manos habían pasado artistas, violadores, empresarios ricos, bailarines, asesinos, niños olvidados, cantantes frustrados, políticos de segunda, estafadores, madres solteras, payasos de crucero... Todos con una cosa en común: estaban tiesos.
Comenzó a coser los cortes del tórax. Estaba cansado, los párpados se le cerraban involuntariamente. Miró a su alrededor, en la segunda plancha otro cuerpo esperaba paciente la intervención. Pensó en irse a su casa para seguir disfrutando de la soledad que esa profesión le había regalado. Allá lo esperaba Nicolás, un gato anaranjado con blanco, gordo y holgazán; también una copa de vino o dos y, por qué no, una tabla de quesos. Encendería la televisión y disfrutaría de alguna pieza de Bergman, lo difícil sería escoger de entre todos los títulos de su colección.
Sobre esto cavilaba cuando escuchó una respiración inconclusa, forzada y leve. El cuarto estaba vacío; lo atribuyó al cansancio. Mientras cosía, el sonido se hacía continuo. Decidió concentrarse en el hilo y la aguja, sin voltear. Finalmente, la ansiedad le ganó, comenzó a temblar, el sudor le mojaba la frente y le escurría por los ojos. La respiración era ahora como la de un niño que llora asustado porque no sabe dónde está. Se recargó con ambas manos en la plancha y sostuvo la mirada frente a los cajones plateados donde se guardaban los cadáveres. El frío acero le mostró el reflejo de la otra plancha. El cuerpo se movía. Paralizado por el impacto de aquella imagen, cerró los ojos y contuvo la respiración, sólo agudizó el oído, como si aquello lo pudiera hacer pasar desapercibido ante el muerto viviente.
Pasaron unos segundos que a él le parecieron horas. En el silencio sólo se escuchaba aquella respiración ajena, extraña. Se armó de valor, inhaló con fuerza mientras giraba para observar el suceso. Las extremidades del sujeto temblaban y los músculos de su rostro se movían como los de Nicolás cuando comía algo que no le agradaba, con muecas raras. De pronto abrió los ojos y se incorporó. Con una expresión de sorpresa observó al doctor, quien no podía dejar de mirarlo, estupefacto.
Esa fue la útima vez que aquel hombre de morgue volvió a pisar un lugar parecido. Aquella noche, en su casa, con una botella de tinto en la mano, decidió que todo había sido una visión, un engaño de sus ojos, sometidos por las largas horas de labor. Tres días después su teléfono sonó decenas de veces, sin ser constestado, como no lo sería la semana siguiente. Un compañero preocupado lo encontró en su casa, con la botella de cabernet chorreada en la camisa y un gato anaranjado lamiéndole las botas, tan muerto como sus objetos de trabajo. Su cuerpo terminó en la morgue, en la segunda plancha, donde se vio a sí mismo cosiendo la Y de una señora que había muerto atropellada. Despertó, se incorporó, se vio a sí mismo a los ojos y, por fin, comprendió el significado de la soledad.
Ojalá, querido lector, haya disfrutado de esta historia de muerte que está inspirada en una nota que escuché hace unos días en la que se hablaba de un médico belga que vio cómo un tipo volvía de la muerte en una morgue. Se trata de una enfermedad real, se llama catalepsia, un trastorno neurológico que inmoviliza el cuerpo y hace que parezca clínicamente muerto. Se han registrado casos de gente que, dada esta condición, ha sido enterrda viva o ha despertado en pleno funeral. Sin embargo, es poco probable que sobrevivan después de este letargo.
¡Aguas! Recuerde de asegurarse que el muerito está bien muertito.
Muelle
Hace 1 semana
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