14 de abril de 2009

Ciudad ambulante



Tal vez algunos de ustedes han notado que nuestra ciudad es un paraíso para los ambulantes. Por doquier podemos ver limpiaparabrisas (este es un término muy nuestro), vendedores de chicles, dulces, cigarros (carísimos por cierto), patas de pollo plastificadas, lamparitas, pistolas para hacer burbujas y todo lo que un hombre pueda cargar.

Pero el ambulantaje no para ahí, con los indeseables caminantes urbanos que, en busca de sustento, ensucian nuestra ya contaminada urbe, sino que se magnifica con los puestos de tacos, de flores, de dulces, de tortas, de recuerditos, de discos, de películas y, por qué no, de autopartes que pululan en las banquetas del Distrito Federal. Puestos que están debidamente autorizados pues el encargado de regular estas irregularidades recibe su nada despreciable tajo, mismo que le llegará a su jefe, y al jefe de éste y así hasta los grandes líderes de nuestra sociedad.

Añádale también, estimado lector, a los insufribles, males innecesarios, escorias de la comunidad capitalina: los franeleros. Seres que un buen día decidieron abandonar el inframundo de la huevonez para dedicarse a un trabajo digno como lo es amedrentar a la gente que hace uso de las calles para estacionar sus autos. Estas personas llegan a cobrar la ridícula suma de $80 pesos (si quiere, y si no se lo rayo) por permitirle a alguien dejar su auto en las inmediaciones del Estadio Azteca; $50 pesos en las calles aledañas al Vive Cuervo Salón; de $25 a $40 pesos (depende el día y la hora) cerca del Tec de Monterrey Campus Ciudad de México y, el peor de los males, lo que guste cooperar en algunas vías de Coyoacán.

Lamentablemente, estos señores también gozan de la protección que algunos jefes delegacionales, policías corruptos y una sociedad pasiva les ha dado. Es más, algunos ya cuentan con gafetes que los autorizan como trabajadores delegacionales (joé, como diría mi amigo Manolo).

Pero lo que este humilde personaje (o sea yo) considera la peor falta de respeto y mayor homenaje a la impunidad son los famosos, tradicionales y definitivamente estorbosos tianguis. Hablo, por supuesto, de los callejeros, los de tolditos rosas o verdes, los de los señores que cierran una calle de tres carriles por más de dos cuadras y además utilizan un carril del otro sentido para estacionar sus camiones. Esos tianguis que dejan manchas de grasa en el pavimento y provocan un tráfico de terror los días que osan invadir las calles.

Déjeme decirle el colmo, existe uno de estos mercados sobre ruedas, al sur de la ciudad, que utiliza la lateral del mismísimo Periférico como explanada de ventas al por mayor. Y claro, al igual que los engendros ya mencionados, están protegidos por el jefe delegacional, y el jefe de éste y de éste. Ah, tampoco pagan impuestos, como todos los ya mencionados. Ah, y ganan mucho dinero. Ah, y fomentan la piratería y el contrabando.

Pero ¡pásele marchanta, que aquí, güerita, le doy el precio más bajo!

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