La sala estaba repleta, la interminable proyección de comerciales comenzaba, el olor a palomitas rancias, mantequilla, nachos y hot dogs empezaba a inundar el ambiente, un señor de edad avanzada y su esposa (creemos que lo era) apenas podían ver el camino a su butaca. Aquellos que ya habían ocupado su lugar se acomodaban: unos convertían los asientos en loveseats; otros, como si estuvieran en la sala de su casa, subían los pies al asiento de adelante (al fin que yo no limpio, ¿verdad?).
Después de los anuncios comerciales vinieron los cortos: una de acción, otra romántica, una verdadera basura de “humor gringo-hollywoodense” y la mexicana en turno (seguramente el próximo fracaso rotundo de la industria cinematográfica nacional). Luego la clásica animación mal lograda de la cadena de cines para anunciarle al público que el equipo de sonido que utilizan es 100% digital (¡basta ya!, cada que vamos a ver una película nos los recuerdan, me pregunto a cuánta gente le importa).
Finalmente, después de casi veinte minutos de imágenes irrelevantes y/o aburridas, da inicio la “presentación estelar”. Durante los créditos se escucha una música tranquila, después de que aparece el nombre del director la melodía para y, con el silencio de la primera escena, se escucha el pssssssst característico de una botella de Fanta con capacidad para dos litros y medio de líquido seguido de un risita nerviosa (ya me cacharon, chale). El leve murmullo de la concurrencia no se hizo esperar (pinches nacos, ¿quién mete una botella de refresco al cine?, seguro hasta tortas trajeron…).
Pero la gente olvida, y olvida rápido. Primera escena, segunda, tercera, cuarta y, ¿a qué huele güey? Junto con el sonido de una tronadora bolsa de plástico, un exquisito y penetrante aroma a pollo rostizado se apoderó del recinto poco a poco, desde la última hasta la primera fila se podía apreciar el suave buqué de los muslos, las piernas y hasta el pellejo. Acto seguido, el crujir de una bolsa de aluminio: ¡papas Sabritas! De las originales, eh, las amarillas, porque si el pollo se acompaña con Cheetos o Rancheritos no sabe igual.
En efecto, era un pic nic, un día de esparcimiento familiar. La gente ajena a este evento comentaba, observaba, hacía (seguramente, ya que en la penumbra no se podía estar seguro) gestos de asco y repugnancia. A los involucrados les dejó de importar cuando el masticar de la primera papa retumbó en los oídos de los demás. “Amá, pásame una servilleta”, “Apá, pásame el refresco”. Namás faltaron las rajas y los bolillos, se lamentaba el jefe de familia.
Al finalizar la función nadie supo de qué trató el filme, la sala quedó oliendo a mercado y los glotones, satisfechos, esbozaban sonrisas de oreja a oreja porque, pésele a quien le pese, ellos tuvieron su cine VIP, con comida gourmet y toda la cosa, lo único que faltó fue el mesero, pero es algo mínimo, se puede pasar por alto.
Aunque no lo crea, estimado lector, esta es una historia verídica que, desde mi particular y humildísimo punto de vista, obedece a tres factores: el primero e inobjetable, a esta familia de cinéfilos le encanta el pollo rostizado con Fanta; el segundo, a esta familia de cinéfilos le importa un comino que a los demás se les haga agua la boca mientras ellos disfrutan de su manjar y el tercero, pero no menos importante, esta familia de cinéfilos cree, qué digo cree, está convencida, de que los precios de comida, bebida y golosinas que manejan las cadenas de cines en México son ridículos. Eso lo creo yo también. ¡Provecho!
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