9 de noviembre de 2010

El submarino


Estimado lector, qué revitalizante es nadar. No sólo es el ejercicio más completo sino que nos da la oportunidad de pensar mientras atravesamos los metros que tiene la alberquita. Hoy, precisamente después de mi sesión matutina, recordé algo que me sucedió cuando todavía era un mozuelo.

La piscina no era chica, de hecho, si la memoria no me falla, tenía dimensiones olímpicas. No estaba tomando clase; sin embargo, como traía los conocimientos frescos, iba de un lado para otro practicando el estilo pecho cual ranita de río.

Patada que impulsa la cabeza para que salga y tome aire junto con una brazada simétrica. Luego, cabeza adentro y brazos estirados, como si quisiera alcanzar la pared que se encontraba a varios metros aún y repetía el movimiento una y otra vez.

De pronto, en una de esas salidas a la superficie, vi que la gente comienzó a irse. El gran reloj de la pared (números rojos, digitales) todavía marcaba las 12 o 1, temprano para un día soleado de verano. Me quedé solo; la mitad sur de la alberca seguía en lo suyo, la norte había huído.

Una euforia colectiva se había apoderado de la mayoría de los bañistas y yo, concentrado en lo mío, no lo había notado. Alguien dijo algo, avisó de una situación y, como reacción en cadena, todos abandonaron el agua.

De pronto, cuando me impulsaba desde la barda para dar la vuelta número no sé cuál, vi que un objeto "no identificado" flotaba a lo lejos. El impulso me llevó directo hacia él. Patada, brazada, regreso la cabeza al agua y, al lado de mí, cual medusa grácil, un mojón de unos 10 o 15 centímetros casi rozó mi rostro.

Efectivamente, un mocoso hijo de puta había tenido a bien depositar sus desechos en donde mejor le vino en gana, sin importarle la presencia ajena. Su submarino café casi colisiona con mi cuerpo. Lo único que pude hacer fue apretar la boca y nadar lo más rápido posible para salir de la zona de guerra.

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