29 de noviembre de 2010

La sopa


El fin de semana me encontré una Día Siete viejita. Antes, esa revista dominical (que no dominguera) tenía un aspecto agradable, pero ahora (supongo que gracias a la crisis) está llena de anuncios y no me inspira mucho. Sin embargo, el contenido se mantiene superior a la forma. Pero ese no es el punto, estimado lector. Resulta que, mientras hojeaba el ejemplar, apareció ante mí un artículo de Carmen Boullosa.

En él, la escritora habla de la sopa, sus orígenes, sus formas, y luego deriva en cuestiones sociales que ya me da un poco de hueva describir. La sopa. La sopa. La sopa...

Cuando yo era un mozuelo, mis padres trabajaban (hoy están felizmente jubilados) y no tenían tiempo de pasar por mí a la hora de la salida. Afortunadamente para ellos, la escuela contaba con el servicio de medio internado; había maestras que nos guiaban con las tareas y, por supuesto, un comedor.

Una de las exquisiteces más reconocidas de la señora que intentaba cocinar todos los días era la sopa de lentejas. Usted no lo imagina, pero cuando se corría el chisme de que servirían eso, tanto mis compañeros como yo temblábamos de terror. Junto con la olla que la contenía venían consecuencias terribles: regaños por no querer entrarle al manjar, vómitos espontáneos por tan solo olerlo y berrinches épicos que terminaban en un "tápate la nariz y fondeala".

Dice Boullosa que la sopa debe ser un plato vigorizante. Creo que si ella hubiera sufrido como yo, se contestaría a sí misma: "vigorizamesta, güey".

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