14 de septiembre de 2010

La grúa

Imagine usted, lector, que murió alguien. La misa de cuerpo presente en la iglesia es un momento terrible. La señora (viuda) llora inconsolable, el hijo del difunto colgado del ataúd, el desmayo de alguna tía solterona que vive con sus gatos (y a la que nunca se le ve más que en eventos especiales como este), el borrachín que se coló para ver si pisteaba de a grapa, el discurso aguado y aburrido del padre... Finalmente pasa y a usted le toca cargar, junto con cinco más, el féretro. En realidad no quería, pero qué se le hace. Y a la una, a las dos y a las tres: ¡uuuuh! La caja le pesa en los hombros, le raspa la piel y no se siente conforme sabiendo que adentro hay un muertito. Lo único que quiere es salir y dejarlo en la carroza para hacer cualquier cosa que haría una tarde nublada de domingo. Lo que no esperaba era el chistecito del pendejo chofer del coche fúnebre.


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