5 de abril de 2010

Me dicen "El Elegante"

Esta es la historia de un sábado en la madrugada.

Después de un Acapulco en la azotea, el segundo de la bendita Semana Santa, un amigo, a quien nombraré M por motivos de discreción, y yo, dejamos la casa de otro amigo, a quien nombraré A. He de mencionar que M estaba lo suficientemente tomado como para insistir en que fuéramos por unos tacos. Yo tenía mucho sueño, pero, por qué no, cedí.

Eran las 5:30 de la mañana, las calles de la ciudad estaban desiertas y, como era de esperarse, las taquerías tenían las cortinas abajo; sin embargo, recorrimos la zona y encontramos un puesto callejero, de aspecto desagradable, pero abierto. El taquero, de cuyo nombre, Juan, nos enteramos después, parecía no haberse dado cuenta de la hora. Le pedimos tres y tres. Sabían a grasa con grasa y salsa verde, no a suadero.

Mientras degustábamos este manjar, nos dimos cuenta de que, en uno de los extremos del puesto, un hombre de cabello largo, que usaba un chaleco de construcción anaranjado, conversaba con otro, de cabello corto y sin chaleco de construcción anaranjado. Hablaba de sus días en la cárcel y de cómo le había "partido la madre" a muchos en su haber.

El tipo se notaba peligroso. Su apariencia, callejera; sus ojos, inyectados; su piel, quemada y correosa. Cuando el acompañante de éste se fue, le pareció una buena idea entablar conversación con M y conmigo. Se acercó mientras contaba la historia de cómo golpeó a unos que trataron de asaltar a Juan, el taquero, a quien no dejaba de alabar y llamarlo "padre", aunque en realidad no lo era.

Juan sólo le daba el avión; se notaba cansado de que el tipo le preguntara "¿verdá que sí?" para justificar sus historias. Se acercó a nosotros y comenzó a darnos clases de cómo pegarle en la cara a los contrincantes. Olía a vinagre, tierra y cebolla.

No recuerdo cuánto tiempo estuvimos allí, escuchando su léxico vulgar y entrecortado, con miedo a las represalias que pudiera tener si nos mostrábamos elitistas. Tampoco recuerdo qué tanto más nos dijo, pero sí que su tono se tornó violento, por lo que el taquero tuvo que tranquilizarlo.

Finalmente, pagamos con el alivio que da la libertad. Cuando nos despedimos, el tipo tomó a M del brazo y dijo que si nos podía pedir un favor. El temor volvió a invadirme. Preguntó si le podíamos dar un aventón. Por supuesto que no quería subirlo a mi coche, pero como nos había visto bajar del auto no tuvimos pretexto para evadirlo.

Le pregunté a dónde iba y dijo que a unas cuadras. Subió al coche y su olor lo impregnó todo en segundos. Nos dijo que era cuidador de coches callejero y que era famoso en la zona. "Me dicen El Elegante porque traigo mis joyas". Nos mostró unas cadenas y unas pulseras, todos los dedos de sus manos portaban por lo menos un anillo plateado.

Luego empezó a decirnos que nosotros éramos sus hermanos y que él podría resolver cualquier cualquier cosa que necesitáramos en la cárcel, si un día nos entambaban. Llegamos a su parada y le dije que tenía prisa. Abrió la puerta y la dejó así mientras decía no sé qué cosas; sacó una pierna, sacó la otra, seguía hablando, y ahora lloraba y se disculpaba por ello; sacó la mitad del cuerpo y, antes de salirse por completo, volvió a decir que éramos sus hermanos.

Nos dio la mano y dijo que teníamos que decidir cómo se iba a llamar nuestro "grupo de hermanos". M y yo nos miramos estupefactos. Le dijimos que no sabíamos, que decidiera él. Sus ojos se veían más brillosos, su rostro expresaba alegría. "¡La Gran Calidad!", dijo. Después nos urgió a visitarlo al día siguiente y nos dijo que no le falláramos.

Espero que no se acuerde de mí, ni de M, ni de mi auto, ni de "La Gran Calidad", porque si sí, el temor que sentí la madrugada de ese viernes se convertirá, sin duda alguna, en terror.

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